
«21 de septiembre, 1945… Esa fue la noche que morí», dice un niño al inicio de la película: «La tumba de las luciérnagas» (1988), una animación dirigida por Isao Takahata para el prestigioso Studio Ghibli.
Es la tercera o cuarta vez que me someto a -quizás- la historia más triste jamás contada: la historia de Seita, el hermano mayor que se ocupa de su hermana pequeña Setsuko, en el marco del final de la guerra entre Japón y Estados Unidos.
Resumen: una hora y media de dos niños huérfanos, sin casa («Ya no tenemos casa. Se incendió») y sin comida («Tu madre no necesitará más su kimono. ¿Por qué no lo cambias por algo de arroz?»).
Para los que estamos lejos de una guerra y sus consecuencias: un emotivo ejercicio de empatía. La tragedia, la destrucción, la muerte, lo mejor y lo peor del ser humano que suele revelarse en ese tipo de circunstancias. También hay espacio para momentos bellos, propios de la mirada infantil sobre la naturaleza y las cosas: los juegos, los caramelos y sobre todo: la hermandad.
«¿Por qué las luciérnagas mueren tan rápido?», se pregunta Setsuko. ¿Por qué mueren niños en una guerra?, se pregunta el espectador.